Traemos a colación el caso de cómo decidió manejar la élite anglosajona el fenómeno de la piratería porque resulta enormemente esclarecedor y significativo. En tiempos del reinado de Isabel I de Inglaterra (1559-1603) Inglaterra es un país pobre, y juega un papel claramente inferior en el concierto internacional al de las potencias rivales, como España o Francia. En este marco de debilidad relativa la reina Isabel toma hacia 1560 la decisión de favorecer el desarrollo de piratas, que protegidos por la corona, asalten los barcos y las costas españolas. Eran los llamados “perros del mar”, cobijados por la “reina pirata”, como acabaría llamándola Felipe II, una vez hubiera desvelado las continuas falsedades de incontables misivas en las que ella alegaba que sus corsarios actuaban sin su conocimiento y contra su voluntad. No se trató sólo una decisión anecdótica o llamativa, sino que fue el inicio de una verdadera estrategia nacional de agresión maliciosa e indigna, especialmente para los estándares de la época.
Los antes piratas y traficantes de esclavos, serán en adelante corsarios al servicio de la corona británica gracias a las patentes de corso. Sus acciones serán igual de despreciables. A menudo no sólo robarán el botín, sino que en el caso de que el barco abordado fuera de su interés, dejarán a la tripulación en botes a la deriva a la espera de una muerte segura. Los asesinos más destacados, más perversos gozarán del reconocimiento de ser nombrados caballeros (“Sir”) por la reina Isabel. Destacan de entre los así agraciados dos, Francis Drake y Walter Raileigh. Cada uno de ellos representa bien a una tipología diferente de “perros del mar”.
Francis Drake es un asesino y además buen marinero, para los cánones ingleses de la época. Es capaz de decapitar a marineros de su tripulación porque le hacen sombra o abandonar a niñas esclavas embarazadas en islas desconocidas, después de que hubieran servido a su tripulación. En Inglaterra se festeja su nombre por ser el primer inglés en cruzar el estrecho de Magallanes en 1578, casi 60 años después de que lo hiciera la expedición española de Magallanes y Elcano en 1520, además de varios otros marineros españoles entre tanto. Esta osadía le permitió atacar por sorpresa galeones españoles en el Pacífico, el llamado “mar español”, y robar suculentos botines. Cuando llegó a Londres con el cargamento depredado a los españoles, fue recibido en la corte como un héroe nacional. El cargamento de oro y plata robados fue repartido proporcionalmente entre la corona y Drake. Drake obtuvo 10.000 libras, y el resto fue para la reina, como beneficio proporcional a la financiación de la expedición. El botín que se embolsó la corona bastó para pagar toda la deuda externa contraída hasta entonces por el reino de Inglaterra. La piratería se convertiría así en una de las principales y más prósperas industrias nacionales de la Inglaterra del siglo XVI. Es curioso poner en justo contraste el hecho de que mientras que los Reyes Católicos o Carlos I habían financiado expediciones como la de Colón o Magallanes, expediciones para explorar, colonizar, la corona británica financiaba expediciones para la rapiña y el saqueo.
En reconocimiento de su repugnante hazaña, Drake sería nombrado Sir por la “reina pirata”. No todos los ingleses de la élite gobernante permanecían indiferentes ante tal inmoralidad. Algunos, como Lord Burghley, miembro del consejo de la reina, sostenían que no debería aceptarse el oro así depredado. Pero tras estos resultados la estrategia de pillaje fue a más. El paso siguiente fue el asalto de Drake en 1587 al puerto de Cádiz. Pese a que la reina Isabel trató de nuevo de engañar a Felipe II haciéndole creer que había sido obra de piratas descontrolados, la respuesta de España fue inequívoca: la preparación del asalto de la “armada invencible” en 1588.
Drake moriría pese a sus riquezas como un pirata más, como un “perro del mar”, de disentería en el Caribe, días después de intentar asaltar el castillo de El Morro de Puerto Rico, y de que una bala de un cañón del fuerte español arrasara el puente de mando de su buque insignia.
Walter Raleigh representa un prototipo de corsario totalmente diferente. No era un hombre de mar, sino un militar refinado, que destacó por su eficacia y crueldad en la dominación de Irlanda. Posteriormente se convertirá en una especie de gran empresario de la piratería, en el gran financiador de las expediciones piratas. Era un hombre elegante y distinguido, que sabía moverse a la perfección en la corte, y que galanteba con la propia reina. Los botines robados por sus expediciones a los españoles le hacen el hombre más rico e influyente de todo Londres. En agradecimiento por sus servicios es nombrado Sir y la reina le cede monopolios sobre el comercio del vino en inglaterra, lo que le hace aún más rico. Difunde a través de libros y acciones propagandísticas la ilusión de una tierra de promisión en América. Consigue la autorización de la reina para establecer una colonia en América del Norte, que él espera utilizar como base de ataque pirata a los barcos españoles. Consigue convencer a 300 ingleses para que participen en una expedición de colonización. Llegó está a la isla de Roanoke en 1584. La implantación de la colonia fracasó y un año después los escasos supervivientes volvieron a Inglaterra. De nuevo, sorprende constatar cómo casi 100 años después del descubrimiento y el asentamiento con éxito de los españoles en América, que ya llevaban muchas décadas fundando cientos y cientos de ciudades, construyendo universidades, catedrales, o rigiendo instituciones como cecas, cabildos, etcétera los ingleses fueran incapaces de asentar siquiera una pequeña colonia.
La infinita ambición de Raleigh le llevará a cuestionar el poder real y le hará caer en desgracia en la corte primero con la reina Isabel y después con su sucesor Jacobo I. Pasará 14 años encarcelado, y finalmente, incapaz de refrenar su tendencia a la intriga, será descubierto. La cabeza de este “perro del mar” rodará, esta vez decapitada. La corona que antes le protegia, le ajustició cuando lo consideró una amenaza, igual que hacía el pirata Drake con sus marineros en alta mar.
El caso de la piratería es un excelente ejemplo de cómo la élite anglosajona incrementa su poder nacional, sin reparar en frenos morales, iniciando la agresión, integrando nuevos elementos al núcleo oligárquico, con pleno foco en el botín económico y encubriendo la acción con humo propagandístico. En este caso, la corona inglesa busca aprovechar la acción de un grupo social marginal, los piratas, y lo alinea con su estrategia de incremento del poder nacional, independientemente de cualquier consideración ética. La corona ensalza a este gremio vil, comparte botín con ellos e incluso los enaltece nombrándoles “caballeros”. La corona, y su consejo, entre los que se encuentran los incipientes servicios secretos, configura también en torno a esta actividad un grupo de empresarios o comerciantes de la piratería, los financiadores de las expediciones de corsarios, a quienes incluso incorpora al consejo de la corona. Por último, la corona disfraza una estrategia militar indigna, especialmente para los cánones de la época, al ennoblecer a los propios piratas con títulos y protegerlos con sus cartas falaces, en las que niega responsabilidad y capacidad de control sobre la actividad pirata, lo que inevitablemente emponzoñó la relación entre Inglaterra y España.