El año pasado, ya de por sí caótico, trajo consigo protestas en Estados Unidos de movimientos de extrema izquierda, quienes destruyeron negocios, quemaron edificios públicos y derrumbaron estatuas de lo que ellos denominan “genocidas”. Entre esas estatuas se encontraba la de Fray Junípero Serra, un hombre sobresaliente que, como tantos otros, ha sido tristemente marginado en el mundo hispanoamericano y que ahora también comienza a ser víctima de los vándalos estadounidenses.
En todo el mundo pudimos ver imágenes de las estatuas de Fray Junípero siendo amartilladas, golpeadas, pintarrajeadas y tiradas a la basura, mientras la enardecida multitud estaba convencida de haber terminado con la memoria de un esclavista.
Muchas personas de mentes dóciles han sido manipuladas para creer esa versión, y por eso resulta imprescindible aportar luz a todas aquellas que han sentido curiosidad sincera por la figura de tan ilustre hombre. Y a la luz de los hechos, si por algo resalta Fray Junípero es por ser un hombre entregado a los demás, un civilizador, un hombre de admirables virtudes y grandes convicciones, un hombre ilustre que hoy día es tristemente vilipendiado por la calumnia de unos cuantos, calumnia que, cómo no, favorece el discurso anglosajón denigratorio de la Hispanidad.
Junípero, el hombre de las misiones
Su verdadero nombre era Miguel José Serra Ferrer y nació en 1713, en Mallorca, España. Era un hombre proveniente de una familia humilde de labradores analfabetos, los cuales eran muy devotos. Decidieron que Miguel estudiara en el Convento Franciscano de San Bernardo, en donde destacó por sus habilidades intelectuales.
Apenas tenía 16 años cuando tomó la decisión de convertirse en fraile franciscano. De hecho, el nombre de “Junípero” lo toma de uno de los discípulos de Francisco de Asís, conocido porque había prometido imitar en todo al santo.
Fray Junípero alternaba la docencia con la evangelización. Fue catedrático de Teología, y gracias a ello ganó el respecto del mundo académico. Sin embargo, las ambiciones de Junípero no eran saciadas con este tipo de reconocimientos, él parecía buscar otra clase de grandeza.
Partió de Europa sin avisar a sus padres, y dejándoles tan solo una carta que alguien más tuvo que leerles porque ellos no sabían hacerlo. Era el año 1749 cuando Fray Junípero llego con veinte misioneros más a la Nueva España. Al llegar a Veracruz, Junípero tomó la decisión de recorrer los 500 kilómetros hasta la Ciudad de México a pie. Lo consiguió, pero tuvo que vivir con los estragos de haber realizado tan cruento viaje, tuvo dolencias en una de sus piernas por el resto de su vida.
En la Nueva España fundó una misión en Sierra Gorda, territorio ubicado en Querétaro. Allí evangelizó a los indios pames: les enseñó agricultura, ganadería, carpintería, albañilería y herrería. Fray Junípero aprendió la lengua pame, e incluso la liturgia la realizaba en esta lengua para mayor entendimiento de los indígenas, a quienes también les enseñó cantos gregorianos.
En esa región de Querétaro, Fray Junípero creó la zona vitivinícola más grande de México, pues al necesitar vino para la consagración, introdujo el cultivo de la uva misionera, hazaña que repetiría más tarde en California.

Más misiones al norte

El Visitador General de Nueva España, José de Gálvez, cargo de enorme relevancia que suponía ser el representante directo del rey Carlos III, recurrió a Fray Junípero para evangelizar territorios que hasta ese momento no habían podido ser ganados debido a la hostilidad de los nativos, quienes robaban e incluso asesinaban a los misioneros.
Las cualidades de Fray Junípero parecían las adecuadas para encargarse de las misiones, por lo que Gálvez le encomendó la dirección de una de las 4 expediciones de repoblación que se enviaron. Y así fue: fundó nueve misiones, además de las quince que presidió. Su primera misión fue la de San Diego de Alcalá en 1769, después la de San Carlos Borromeo del Carmelo en 1770, la de San Antonio de Padua en 1771, y la de San Gabriel (hoy Los Ángeles) también en 1771. Todas las misiones así fundadas se conectaban por una ruta de transporte de casi 1000 kilómetros conocida como El Camino Real.
Al igual que en Sierra Gorda, Junípero se dedicó a evangelizar a los nativos como su primera prioridad, además de a enseñarles a ganarse la vida dignamente. Repitió el método de enseñanza que desarrolló junto a los indios pame. Los nativos pronto aprendieron de agricultura, ganadería, así como otros oficios.
Cuando una nueva misión se establecía, de inmediato se levantaba una capilla, unas cabañas para los frailes y un pequeño fuerte que los protegía de posibles ataques. A menudo, los nativos se establecían por su propia cuenta cerca de la misión, ya que los misioneros no representaban un peligro para ellos.
Fray Junípero construyó granjas y talleres, a la par que mantenía su compromiso evangelizador de predicar, bautizar, confirmar y confesar, tal y como se lo encomendaba la orden franciscana. Los nativos le tomaron aprecio, y comenzaron a llamarlo “padre viejo”. Qué amargo contraste con la imagen que hoy intentan trasladar de él llamándole racista y genocida.

La turbulencia del siglo XIX


Ya en los primeros albores del siglo XIX comenzaron a vislumbrarse los problemas sociales que cambiarían el rumbo de la Nueva España para siempre. El territorio que aún pertenecía a la Corona española comenzaba a ser visto con ambición por algunas otras naciones, tanto los rusos, que en 1812 llegan al norte de san francisco como en especial los estadounidenses.En 1821 la Nueva España se secesiona de la Hispanidad y surge México como estado independiente. California se convirtió en una de sus tres provincias interiores. Con la llegada de la independencia, el sistema de misiones que tanto había conseguido en materia de desarrollo social, en especial para los indígenas, se vio quebrantado.
La inestabilidad interna crecía año tras año en la nueva nación mexicana. La apertura de nuevas rutas comerciales por el Pacífico provocó que Estados Unidos pusiera su mira en el territorio de California, dado que por entonces aún no tenían una salida al océano pacífico. La apertura forzosa de los mercados de China y de Japón tras la famosa expedición del comodoro Perry y la imposición por la fuerza de las armas de los llamados “tratados desiguales”, hicieron que el territorio de California ganara gran interés comercial. El afán de lucro, una vez más, incitó a los estadounidenses a impulsar una estrategia con el fin de independizarla de México para después anexionarla.
Desde Estados Unidos se promueven disturbios dentro de California, para así tener excusas para intervenciones posteriores. En 1846, un grupo de estadounidenses mandado por Richard Henry Dana declara la independencia de la República de California. No es coincidencia que este grupo de hombres fueran miembros de la sociedad secreta Black Bear. Apenas dos años más tarde, México es derrotado en la brutal contiendo conocida como la guerra mexicano-estadounidense, que concluye con el desgraciado Tratado Guadalupe Hidalgo, por el que el gobierno mexicano se ve obligado a ceder la mitad de su territorio a Estados Unidos, siendo California parte de esas cesiones.

Tras el oro de California


Y es ahora cuando sucede lo más revelador, desde un punto de vista histórico. Observemos qué sucede cuando el territorio de California pasa a ser gobernado por los estadounidenses. Nada más pasar California a Estados Unidos, se desata la llamada fiebre del oro, que se inicia en 1849 a dura hasta 1855,. Miles de estadounidenses, europeos, australianos y asiáticos viajan a California en busca del preciado metal. Buscaban encontrar oro que cambiaría su destino. Debido al fenómeno migratorio, la población creció de forma sustancial, lo que ocasionó un fuerte conflicto por la propiedad de las tierras con los indios californianos.
En 1848, el gobierno de California promulgó una ley, en la que se le permitía a los colonos blancos arrestar a los nativos y tomar la custodia de sus hijos. Además, en 1851 el primer gobernador californiano, Peter Hardenmann Burnett decía sin tapujos:
“Debe esperarse que se siga librando una guerra entre las razas hasta que la raza india se extinga”.No eran sólo palabras. En efecto, se llevó a cabo esa guerra contra los nativos: no tuvieron reparo en arrasar con aldeas enteras, ordenar matanzas en grupos, o matanzas individuales, o incluso dejarlos morir por inanición. Algunos ejemplos de ello son las conocidas como masacre del Río Sacramento (1846), la Masacre de Bloody Island (1850) y la Masacre de Yontocket (1853).

El resultado de esta estrategia racista fue la reducción a la quinta parte de la población indígena: la población nativa descendió de 150 mil habitantes en 1845, a menos de 30 mil en 1870.

Estas alarmantes cifras, a mediados del siglo XIX, demuestran que el único genocidio sucedió en California cuando dejó de pertenecer a la Hispanidad: la población fue disminuida a menos de una quinta parte en 25 años. Y todo ello auspiciado, activamente fomentado por el propio gobierno californiano.

Calumnias para ocultar el genocidio


Es tan llamativo el comportamiento del mundo anglosajón sobre el relato de la historia, que es inevitable pensar en el término psicológico de la “proyección”, que no es otra cosa que reflejar en el oponente los defectos que uno mismo tiene. Los anglosajones durante siglos han acusado a la Hispanidad de todo lo que ellos si fueron capaces de hacer. Hoy siguen siendo los megaricos anglosajones quienes financian ONGs indigenistas que difaman sin parpadear a un buen hombre como fue Fray Junípero Serra, le llaman racista, a pesar de que aprendía la lengua de los nativos, y le tildan de genocida cuando dedicó su vida a explicarles el evangelio y a enseñarles a vivir con dignidad. Mientras tanto ocultan los hechos históricos elocuentes y dramáticos que revelan el supremacismo anglosajón. Jamás dejemos que propaganda tan indignante, tan malintencionada afecte al orgullo que sentimos por nuestros hombres ilustres, por lo que fuimos, por lo que somos.

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